Con vuestra
perseverancia salvaréis vuestras almas
Pero la voz de
la Verdad, Cristo, nos dice hoy y siempre: No
tengáis pánico. Son varias las veces en que Jesús nos invita en el
Evangelio a no tener miedo. El miedo es propio de la condición humana, pero
nuestra condición de creyentes es más fuerte, más firme, más segura, porque
sabemos que el Espíritu acude siempre en
ayuda de nuestra debilidad (Rm 8, 26). Nadie, por tanto, puede decir Yo soy, arrogándose el ser del verdadero
Dios para que vayamos tras ellos. Sólo lo puede decir el que realmente lo es,
Dios, sólo él puede decir, y lo dice, Yo
soy. En él creemos, en él nos apoyamos, a él buscamos siempre para amarle y
ser por él amados.
Lo que tenemos que hacer quienes nos consideramos
discípulos de Jesús, entre tantos agoreros y falsos profetas, es ser testigos
de la Verdad. Seremos perseguidos, marginados, mofados, encarcelados por causa
del nombre de Jesús. Si ocurriera esto, y ha ocurrido en muchos a través del
tiempo, será una ocasión propicia para ser testigos de la Verdad. Sólo tenemos
un salvador y un mediador, Jesucristo, que ya vino, ha resucitado, está con
nosotros y nos envía a proseguir su causa. Dar
testimonio de Jesús, que murió, resucitó y vive, es tarea de todos. Y
recordemos que la palabra testigo equivale, en griego, a mártir. Y el primer
testigo-mártir fue Jesús. A él seguimos, con él morimos y con él viviremos.
Jesús Resucitado no resuelve el hambre, ni las crisis
que enriquecen a algunos y empobrecen a la mayoría, ni las guerras de los
dictadores y ambiciosos, todas injustas, ni la corrupción insaciable de muchos.
Pero no es menos cierto que Jesús nos da, con toda su potencia, luz y energía interior
para luchar por un mundo más humano y justo. Así que los mesías salvadores de
esta terrible situación somos hoy nosotros mismos.
El mundo se acabará, pero su palabra, que es él mismo,
permanecerá siempre. El cielo y la tierra
pasarán, pero mis palabras no
pasarán (Mt 24, 35). El tiempo, que tendrá su final, devendrá en eternidad. No
valen, por tanto, en los creyentes lamentos ni desaliento alguno por los males
que acontecen en el mundo como si fueran el final de todo. La naturaleza se
rebela y causa desastres terribles, difíciles de predecir muchas veces:
terremotos que hacen tambalear todo, volcanes que queman arrasan con su lava la
tierra por donde pasa, guerras devastadoras, incendios de bosques, etc.
Y habrá quien diga que los tiempos de ahora son malos,
que los de antes eran mejores, y dirá Agustín dirá: "«Malos tiempos, tiempos fatigosos» —así
dicen los hombres—. Vivamos bien, y serán buenos los tiempos. Los tiempos somos
nosotros; como somos nosotros, así son los tiempos" (S. 80, 8). En estos
casos, el creyente debe mantenerse en pie. Como María junto a la cruz de su
Hijo. Afincados en la roca que es Cristo; en su palabra, que es viva y eficaz;
en el Espíritu, que es vida, luz y fuerza. De nosotros depende que los tiempos
sean buenos, aunque los males abunden o nos acose el maligno, que tiene nombre
propio.
Las dificultades que nos esperan son reales. No seamos
ingenuos. En el mundo hay maldad, sufrimiento y dolor; la injusticia campea a
sus anchas; la corrupción se instala en todos los estratos de la sociedad; los
halagos, todos engañosos, nos pueden despistar; la envidia de los que
"triunfan" en la vida nos puede amilanar, la persecución, si se
diera, acobardar.
En ningún momento nos dice Jesús que camino del seguimiento será fácil, exitoso y lleno de gloria. Al contrario, nos da a
entender que nuestra vida, larga o corta, estará sembrada de dificultades y de
luchas. Jesús no es triunfalista ni alimenta nuestra hambre de seguridad y
grandes logros. Este camino que a nosotros nos parece extrañamente duro es el
más acorde a una Iglesia fiel a su Señor.
Con vuestra
perseverancia salvaréis vuestras almas, en el pasaje de
hoy. Y en otro lugar: Seréis odiados por todos a causa de mi
nombre; pero el que persevere hasta el final, se salvará (Mt 10, 22).
Persevera quien está unido vitalmente a Cristo, como el sarmiento a la vid;
quien con la fuerza que recibe del Espíritu lucha contra el mal; quien, contra
viento y marea, sigue construyendo el reino de Cristo en la tierra; quien
camina en pos de Cristo con su cruz y no se detiene, y, se cayera, se levanta y
sigue; quien a su fe y amor añade una esperanza firme; quien...
Es el Espíritu de Jesús quien nos anima y sustenta
nuestra fe. Es él quien nos infunde valor para dar testimonio de Jesús en una
sociedad hedonista, alejada de Dios o indiferente a todo lo que a él se
refiere. Es él quien nos ayuda a perseverar en el seguimiento de Cristo cuando
se presenta la persecución por causa del Evangelio, cuando la tribulación o el
peso de la cruz se hace humanamente insoportable, cuando la andadura del camino
se hace penosa, larga y difícil. Es él quien nos empuja y estimula para seguir
a pesar de todo.
Por él perseveramos "hasta el final". Por
él, y a pesar de todo, vivir nuestra fe es causa de mucho gozo, de paz interior
y de amor del bueno. En la meta final de nuestro caminar por este mundo nos
espera el abrazo del Padre. Un abrazo que nos hará inseparables de él por
siempre.
No nos interesa preguntar, como los discípulos.
"Cuándo ocurrirá? ¿Cómo lo sabremos que se cumplirá lo que dices? ¿Cuál
será la señal?". Quieren estar seguros y tranquilos, quieren dominar el
tiempo y sus circunstancias, quieren saberlo todo. Son humanos. Pero, para lo
creyentes, es suficiente, además de necesario, confiar plenamente en el Padre
que nos espera, en el Hijo que nos invita, en el Espíritu Santo quien nos
anima. La confianza en Dios será garantía de nuestra perseverancia hasta el
final.
San
Agustín:
¿Cómo es posible decir que no se le ha dado la perseverancia
hasta él fin al que se le concede sufrir, o mejor, morir por Cristo? San Pedro
Apóstol, demostrando que esto es un don de Dios, afirma: Mejor es padecer haciendo bien, si tal es la voluntad de Dios,
que padecer obrando mal3. Al decir si
tal es la voluntad de Dios, demuestra que es don de Dios el padecer
por Cristo, cosa que no se da a todos los santos, y por esto no se ha de decir
que no alcanzan el reino de Dios, no entran en su gloria perseverando hasta el
fin en Cristo, aquellos que no tienen la gloria de padecer por Cristo, porque
Dios no lo quiere. (Del don de la perseverancia II, 2).
P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.